lunes, 12 de febrero de 2018

"A diferencia de las artes escénicas, la industria editorial siempre ha sido un sector comercial que ha tenido que encontrar la cuadratura de sus círculos."

También el 15 de diciembre pasado, y sobre el mismo tema del día de ayer, Claire Armitstead escribió en The Guardian un segundo artículo sobre la situación de los escritores de ficción en Gran Bretaña. Se reproduce aquí, traducido por Julia Benseñor.

La ficción literaria está en crisis.
Debe comenzar un nuevo capítulo en el
financiamiento de autores

Finalmente, la noticia es oficial: la ficción literaria se encuentra en crisis y los escritores de todo el país se pasan la noche en vela en sus buhardillas, dan clases o trabajan duro en empleos ajenos a la escritura para que el fuego siga ardiendo en el hogar. Esta imagen al estilo de Dickens fue revelada por el Arts Council England hoy en un informe que indica que es probable que deba modificar sus prioridades de financiamiento con el fin de salvar a una población suya solvencia económica y cultural se ha ido debilitando con el correr de los años.

¿Por qué se ha llegado a esta situación y cuán importante es? Lo primero que hay que aclarar es que la gente no está necesariamente leyendo menos: la venta de libros impresos entre ficción, no ficción y títulos infantiles aumentó casi el 9% en el Reino Unido el año pasado, mientras que el jueves los analistas del mercado Nielsen Book Scan revelarán que las ventas durante el importantísimo período navideño han crecido el 20% desde 2013.

Pero lo que resulta indudablemente cierto es que en la era del teléfono inteligente y los servicios de streaming, los libros enfrentan una competencia sin precedentes por atraer nuestra atención, y que cuando preferimos un libro en lugar de una película o contenidos de redes sociales, estamos corriendo menos riesgos. El año pasado, encabezó las listas el guión de la obra de teatro Harry Potter y el legado maldito, de J. K. Rowling (y Jack Thorne). Rowling también ocupó los puestos 12, 28, 64 y 95, el último como su álter ego, el escritor del género negro Robert Galbraith, un éxito debido a la combinación de marketing y familiaridad que puede mantener viva una tendencia por años, si no décadas. El libro de Philip Pullman que siguió a la serie de La materia oscura, La bella salvaje, vendió casi un cuarto de millón de copias desde octubre.

A los autores que se han vuelto intergeneracionales a medida que sus lectores jóvenes fueron creciendo les va particularmente bien con esta tendencia de familiaridad para crear afecto. Pero esto no ocurre sólo con escritores de libros infantiles. El último volumen de la muy literaria y muy adulta trilogía sobre Thomas Cromwell de Hilary Mantel tendrá megaventas garantizadas cuando llegue a las librerías.

Este imperativo de la continuidad ha formado parte desde hace mucho tiempo de los cimientos de los editores comerciales, que esperan que muchos de sus escritores más exitosos “escupan” un libro por año. Y a medida que la industria editorial se ha centralizado más y ahora concentra mucho de su poder en tres conglomerados gigantescos, se ha vuelto más despiadada.

La cruel verdad es que a los largo de las décadas del ochenta y del noventa, los novelistas literarios podían vivir de los anticipos que no generaban ganancias extra. Eran apoyados por un sistema de valores pasado de moda que autorizaba el paso a pérdidas y ganancias por el prestigio que significaba que lo asociaran con un escritor “importante” y por la creencia de que el valor literario podía compensarse con las utilidades de ediciones más pragmáticas.

Pero es fácil volverse nostálgico. Si analizamos las novelas literarias que según el Arts Council vendieron más de un millón de copias en el último par de décadas, se pone en evidencia otra tendencia: Expiación, de Ian McEwan, Cometas en el cielo, de Khaled Hosseini, La vida de Pi, de Yann Martel y La mujer del viajero en el tiempo, de Audrey Niffenegger pueden no deber su éxito original a las películas que se basaron en ellas, pero han obtenido beneficios del lucrativo mercado de los productos licenciados.

A diferencia de las artes escénicas, la industria editorial siempre ha sido un sector comercial que ha tenido que encontrar la cuadratura de sus círculos. Esto se refleja en el hecho de que recibe sólo el 7% de la torta financiera que reparte el Arts Council, a diferencia del teatro, que recibe el 23%, y la danza, que recibe el 11%.

La mayor parte de ese dinero se ha utilizado para financiar a editores que producen poesía y literatura traducida, que nunca han podido abrirse su propio camino financieramente. De modo que habrá sangre en la alfombra si los recursos existentes se vuelcan a brindar apoyo a los novelistas.

Algunos argumentarán que esto sencillamente demuestra que la ficción literaria es resaca del pasado y que los pobres autores deberán ponerse las pilas y resignarse a escribir lo que la gente quiere leer realmente. Pero pocos se atreverían a decir lo mismo sobre el teatro o la danza experimental. Y esto no tiene en cuenta el hecho de que —como sucedió con Pullmany Mantel— a los escritores puede llevarles décadas lograr el éxito.

Es más, investigaciones realizadas por la Nueva Escuela de Investigaciones Sociales de Nueva York el último año indicaron que la ficción literaria tiene un valor social medible, que aumenta los niveles de empatía a diferencia de otros géneros de ficción.

De modo que, suponiendo que no vamos a decirles a los escritores qué deben escribir, y que tampoco queremos que la literatura se convierta en el dominio exclusivo de aquellos que no necesitan ganarse la vida, es preciso encontrar maneras de permitir que los demás tipos de novelistas continúen escribiendo.

Esto no quiere decir que, simplemente, haya que cortar el actual trozo de la torta en porciones más pequeñas o diferentes; implica que hay que hablar con más fuerza y convicción para que se agrande el tamaño de la porción. Aun si desconocemos su valor intrínseco, ¿dónde estarían los mundos de las películas u obras de teatro si no existieran todas esas novelas literarias y cuentos para adaptar?


•Claire Armitstead es editora asociada de cultura de The Guardian.

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