jueves, 16 de noviembre de 2017

A modo de anticipo de la visita de Sylvia Molloy al Club de Traductores Literarios de Buenos Aires

El 28 de febrero de 2016, el escritor José María Brindisi publicó en La Nación, de Buenos Aires, una entrevista que realizó con Sylvia Molloy a propósito de Vivir entre lenguas, un magnífico y muy singular libro que por esas fechas publicaba la editorial Eterna Cadencia. A un día de realizarse el último encuentro del año, que tiene a ese autora y a ese libro como exclusivos protagonistas, parece entonces oportuno volver a leer el diálogo que en la oportunidad mantuvieron ambos escritores.

“Crítica y narración son para mí proyectos 
paralelos en constante diálogo”

Debe ser extraño eso de no estar y, al mismo tiempo, “estar cada vez más”. Porque a pesar de que hace más de cuatro décadas que vive fuera de la Argentina, en los últimos años –sobre todo– el nombre de Sylvia Molloy pasó de ser un secreto a voces para convertirse, lentamente, en una autora insoslayable. Mucho han tenido que ver las reediciones de los últimos tiempos, que posibilitaron no sólo leerla –En breve cárcel, su primera novela, apenas había circulado aquí en fotocopias de la versión española de Seix Barral, de 1981, hasta que la editó Simurg en 1998– sino que aportaron, además, nuevas miradas, una relectura de parte de su obra a partir de un contexto absolutamente diferente. En breve cárcel se convirtió en una suerte de paradigma, una novela que –acaso por primera vez en el país– narraba sin tapujos y a la vez con extrema sutileza un amor lésbico. “Una historia de encuentros y desencuentros”, como la misma Molloy sintetizó en más de una ocasión, con la particularidad –para la literatura– de que ese amor era entre mujeres. Pero con todo lo que tiene de político ese gesto, leerla desde una nueva perspectiva permite redescubrir, o terminar de descubrir, una escritura. En ese sentido, el reciente rescate de Ricardo Piglia para su Serie del Recienvenido de esa novela –la colección que dirige en Fondo de Cultura Económica–, cuyo objetivo es volver visibles libros que no tuvieron la difusión que merecían, resultó fundamental por su valor simbólico y por sus implicancias literarias. 

Pero en ese estar y no estar de Molloy, que además de producir una obra crítica y ensayística notable ha trabajado durante mucho tiempo en algunas de las más prestigiosas universidades norteamericanas –Yale, Princeton, NYU–, hay un factor que se torna particularmente activo: su condición de trilingüe. Es decir, en ese ir y venir con total naturalidad entre el inglés –en el que le hablaba su padre–, el francés que estudió más tarde y el castellano natal se da un estado de alteración. “El bilingüe nunca se desaltera”, escribe Molloy en su flamante Vivir entre lenguas (Eterna Cadencia) –que presentará en Buenos Aires el viernes 11 de marzo– en el sentido de alguien que no tiene un control completo de sus reacciones, alguien que está momentáneamente en un sitio –una lengua– pero renunciando a otros. Entonces ese vaivén constante, ese escribir “desde una ausencia”, eligiendo un idioma y “afantasmando” los otros –que nunca desaparecen–, es desde siempre para Molloy un entrevero cotidiano, un modo de situarse en una suerte de vacío o no lugar. Una pelea que se da en su relación con el lenguaje, pero que desde luego va mucho más allá. 

–En uno de los pasajes más significativos del libro, usted habla de haber estado en algún momento de su vida “suspendida entre lenguas”, sin poder escribir. ¿Qué significaba exactamente esa crisis, y cómo encontró el antídoto para escapar de ella? 
Creo que no se puede escapar de la crisis sino, de alguna manera, asumirla. Es decir, aceptar que tanto la vida como la escritura son un ir y venir entre lenguas, y que si bien ese vaivén depara complicaciones también es fuente de creación. En el caso preciso que menciona, la única manera de escapar fue convencerme de que no tenía que elegir, que podía comenzar a escribir en cualquiera de mis lenguas porque si no me salía bien siempre me quedaba el recurso de traducirme a otra.

–El título original era Vivir en dos lenguas. El cambio parece revelador en cuanto a esa suspensión de la que hablaba.
–Preferí Vivir entre lenguas porque me parece crucial señalar el intersticio, el lugar intermedio donde se mezclan y contaminan saludablemente las lenguas, que en mi caso no son dos sino tres.


–Le llevó bastante tiempo concretar este libro. ¿A qué se debió? ¿Hubo alguna resistencia, precisamente, algo así como la sensación de estar perdida entre lenguas, países y la experiencia de toda una vida?
–Resistencia, no, tampoco sensación de pérdida, sino una suerte de desconcierto fecundo. Hace mucho que pienso entre lenguas, es lo que le toca al sujeto que maneja más de un idioma como propio. Somos muchos los que vivimos en vaivén lingüístico, especialmente en estos tiempos de desplazamientos, exilios, asentamientos provisorios, derivas de todo tipo. Yo me fui de la Argentina hace más de cuarenta años. No estaba perdida entre lenguas pero sí algo insegura. Había escrito critica en español y francés, y alguno que otro cuento en inglés y en español. ¿En qué idioma iba a escribir una novela?

–Al comienzo, usted menciona el hecho de haber aprendido el idioma francés como un acto de “recuperación” (la lengua en la que hablaba su abuela materna, y que su madre no había aprendido). Pero el inglés, que empezó a hablar apenas murió su abuela paterna, ¿no funcionó de un modo similar?
–No del todo. Aprender francés fue una iniciativa mía (avalada, debo decir, por mi madre, para quien el francés era lengua postergada y por lo tanto objeto de deseo), mientras que el inglés se dio naturalmente, si cabe el término, porque era la lengua activa de mi padre. No tuve que decidir que quería aprenderlo, el inglés que oía en boca de mi padre decidió por mí.

–La particular mixtura que hace entre narración y reflexión la emparienta con autores como Sebald, Cozarinsky, Magris o Piglia. ¿Qué le interesa particularmente de ese mestizaje? ¿Es el contexto en el que puede escribir con mayor libertad?
–Para mí la narración y la crítica son dos proyectos paralelos que están en constante diálogo. Casi siempre manejo dos proyectos a la vez, dejando que se enriquezcan mutuamente, que se contaminen. Cuando escribía En breve cárcel estaba pensando en las diversas formas y objetivos de la escritura confesional y de ahí salió no sólo la novela sino también el impulso para mi libro sobre la autobiografía. Lo mismo con El común olvido, escrito a la par que reflexionaba críticamente sobre narrativas de regreso para un libro que aún no he terminado. Del mismo modo, El común olvido me ha servido para incentivar la reflexión sobre el vivir entre lenguas.

–La palabra y la idea de “switchear”, refiriéndose al zigzagueo entre diversas lenguas, es un concepto central en todo el libro. ¿Ese “switcheo” produce, a veces, cruces inesperados, incluso extraños? Pienso en la referencia a Jorge Porcel, por ejemplo.
–Todo depende del efecto que se quiera obtener. Interrumpir el flujo de una lengua para dejar caer una o varias palabras en otra puede ser una afectación cultural, una manera de lucirse, como es bien sabido. Pero puede ser también una necesidad. Cuando el que vive entre lenguas “switchea”, lo hace porque la palabra en la otra lengua surge primero y se impone, o porque no encuentra la palabra en la lengua que está hablando, o porque la palabra en la otra lengua “lo dice mejor”. Pero una cosa es zigzaguear entre lenguas, y otra cosa es navegar entre referencias culturales. Cuando la narradora de Vivir entre lenguas habla de Porcel no es, desde luego, para impresionar al lector con la referencia cultural ni, en este caso, para impresionar a las gallinas a quienes les canta “A la cama con Porcel” cuando las hace entrar al galpón. Es una suerte de travesura, una especie de nonsense a la que se entrega cuando nadie la oye.

–El suyo es un caso muy diferente, pero ¿qué piensa de los escritores –como sucede hoy con frecuencia en América Latina– que se instalan en Estados Unidos detrás de una mayor circulación o, sobre todo, legitimación?
–No creo que las cosas se den en ese orden; es decir, no creo que los escritores latinoamericanos vayan a Estados Unidos con el propósito principal de encontrar mayor circulación y legitimación. La mayoría de los escritores latinoamericanos que conozco han llegado a Estados Unidos por necesidad: una beca de estudios, un empleo, un puesto en una universidad. Son exiliados, no siempre por razones políticas, cuya motivación principal es escribir y no necesariamente encontrar mayor circulación o legitimación. Porque ¿quién se las daría? Como es bien sabido el mercado editorial norteamericano está cada vez más restringido para el escritor extranjero a quien, salvo excepciones, tiende a ignorar. No se lo traduce, no se lo publica. Las grandes editoriales se dan el lujo de promover uno o dos escritores extranjeros como máximo para lucirse –pongamos por caso César Aira y Roberto Bolaño en New Directions o Bolaño, póstumamente, en Farrar, Straus & Giroux–, pero eso de la mayor circulación es, más bien, un mito.

–Usted menciona a W. H. Hudson, quien luego de treinta años se fue a Inglaterra a convertirse en un “escritor inglés”. Hay algo muy doblemente argentino en la relación que tenemos con él: o nos lo apropiamos –olvidando que escribía en inglés–, o lo vemos como una suerte de traidor?
–Creo que más bien nos lo apropiamos, ¿no? En efecto elegimos olvidar que lo leemos en traducción, olvidar que eligió ser un escritor inglés, olvidar que el título completo de la primera edición de La tierra purpúrea era The Purple Land that England Lost, título que luego acortó, sabiamente despojándolo de sus connotaciones imperiales que, para un lector argentino, traicionaría la admiración que le inspira el autor.

Vivir entre lenguas es uno de los libros en que su yo ha quedado más expuesto. ¿Ha logrado, aun así, establecer esa distancia que muchas veces le ha resultado indispensable para poder escribir?
–Me gusta la idea de exponerme a través de la lengua, a través de los cambios de lengua. Hay algo un poco louche (ya ve, no puedo con mi tendencia a mezclar) en la idea de descubrirse, en los dos sentidos del término, a través de esos cambios.

–En más de una ocasión ha planteado la práctica de la escritura como traslado, como “traducción”. ¿Cómo actúa esa doble traslación, en su caso, cuando escribe en inglés? ¿El castellano sigue siendo ese idioma “desde” el que es trilingüe?
–Totalmente. Si bien el ir y venir entre lenguas complica la escritura, también la estimula. Cuando me cuesta empezar un texto que he elegido escribir en español, lo hago en inglés (o, rara vez, en francés), la lengua relegada, para luego traducirme.

–En algún pasaje se refiere al “desamparo lingüístico” de su madre. ¿En verdad le otorga ese peso o se refiere a la lengua materna que a ella se le había negado?
–Me refiero a la lengua materna que le fue negada, el francés que sus padres hablaban con los hijos mayores pero que dejaron de hablar con los menores y que ella extrañaba. Sólo quedaban resabios de ese francés en el habla de mi madre, términos de costura, nombres de platos de comida, de algún mueble, mínimos pedacitos de la lengua materna afantasmada.

–Como mínimo, usted regresa a la Argentina una vez al año. ¿Logra sentirse en casa, es decir, convertirse en esa otra que no desea que la “agarren desprevenida”?
–Logro sentirme en casa justamente porque me fui de casa, y los retornos son maneras de convencerse –o de casi convencerse– de que uno nunca se fue. Pero el que vuelve siempre, de algún modo, muestra la hilacha: se sorprende de algún cambio que cree reciente cuando ese cambio ocurrió hace tiempo, o usa una palabra de otra época, o sigue pensando que la avenida Santa Fe es calle de mano única.

–El libro cierra con una pregunta, sencilla pero de múltiples significaciones: “¿En qué idioma soy?” ¿Ha podido responderla? ¿Hay una respuesta posible?
–No, no hay respuesta posible. Lo más que puedo decir es que no “soy” en este idioma o aquel, sino en el cruce mismo de mis idiomas, sitio imperceptible y precario donde una lengua desemboca en la otra y luego vuelve “en sí” contaminada por el desliz. No recuerdo qué escritor francés de origen ruso decía de sí mismo y de otros bilingües que eran todos “infectados de la lengua”, usando el término “infectar” como se usa en francés, al hablar de pintura: se dice que un color “infecta” a otro queriendo decir que tiñe el otro, que lo penetra, lo mancha. Es en ese precario cruce lingüístico donde me siento por fin en casa: es decir, donde soy.


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