miércoles, 24 de febrero de 2016

Más de lo mismo

“Pocos títulos concentran la mayor parte de las ventas, una enorme cantidad pasan completamente desapercibidos y los pequeños éxitos disminuyen radicalmente. ¿Qué le está pasando al libro?”. Tal es la bajada del artículo que Esteban Hernández publicó en El Confidencial, de España, el 14 de enero pasado.

El lector binario y otros caminos que llevan
al libro a la debacle.

El mercado cultural está bifurcándose a una velocidad asombrosa.  El cine, como señala el 'Wall Street Journal' es un buen ejemplo de las lógicas que han impregnado a la industria cultural. Según Tom Rothman, presidente de Sony Entertainment Pictures, “el público se ha convertido en 'binario' a la hora de ir al cine. O una película es relevante para ellos y penetra en el espíritu de la época de la cultura popular, en cuyo caso cuenta con enormes ventajas, o no alcanza ese nivel y se queda completamente fuera”.

Al mismo tiempo, las películas de segundo nivel, las que no son grandes éxitos de taquilla pero resultan rentables, han descendido preocupantemente en el pasado ejercicio estadounidense. “Los éxitos gigantescos son una realidad cada vez más común, mientras que los de tamaño medio resultan cada vez más inusuales”, según Adam Goodman, productor de cine y ex presidente del grupo de Paramount Pictures de Viacom Inc.

Esta es una realidad común en el campo cultural. Ocurre en música y también en el libro, donde pocos títulos concentran la mayor parte de las ventas, una enorme cantidad de textos editados pasan completamente desapercibidos y las obras que logran convertirse en pequeños éxitos disminuyen radicalmente en número.  Esta bifurcación en visibilidad y ventas tiene diferentes causas, algunas de ellas estructurales y otras coyunturales, pero todas relacionadas con la creciente debilidad del sector.

Las causas de la debacle
En primer lugar, el libro ha dejado de ser objeto de prestigio social. Hace no demasiado tiempo, la cultura era percibida como un elemento distintivo y como fuente valorada de identidad, y el libro era su expresión máxima. Pero ese contexto ya no es el nuestro, y leer (y más en papel) ha pasado a ser una actividad mucho menos apreciada en la sociedad, y por supuesto académicamente, donde las matemáticas toman ahora un papel primordial.

Al mismo tiempo, la escasez de renta disponible para buena parte de la ciudadanía, y más aún para esa franja de edad que va desde los 45 a los 65 años, que gozaba de recursos y tiempo para la lectura, está afectando poderosamente a unas ventas que ya iban a la baja como efecto de la creciente competencia en el tiempo de ocio. Internet o los videojuegos se han convertido en los instrumentos más populares a la hora de ocupar el tiempo libre, especialmente entre los más jóvenes, al tiempo que el papel debe competir con numerosas fuentes de información gratuitas, como artículos, pequeños ensayos o novelas que circulan por la red, y eso sin contar con la existencia de páginas desde la que pueden descargarse ilegalmente buena parte de las novedades.

Esta conjunción de factores ha complicado mucho el escenario, pero lo más llamativo ha sido 
la reacción que el sector ha tejido para hacerle frente. Las formas de combatir la caída
de la demanda han consistido en aplicar los recetarios menos imaginativos: se ha aumentado el número de libros publicados para cubrir la menor demanda de cada uno de los títulos; han subido los precios con el objeto de cubrir gastos con el menor número de ejemplares posible, y se ha seleccionado mucho la oferta, especialmente en las editoriales de mayor impacto, en un intento de eliminar los riesgos a partir de la contratación de los productos teóricamente más asequibles.
  
Fruto de este repliegue, los gestores de las empresas culturales han comenzado a desconfiar de las obras culturales y a organizar sus empresas desde criterios propios del management. Las firmas de mayor tamaño ya no fían sus apuestas a la calidad o la importancia de las obras que contratan, sino a aquellas que abordan temas candentes o de moda, o cuyos autores poseen ya el suficiente capital simbólico, habitualmente por ser personajes populares (estrellas televisivas, del deporte, políticas o literarias). Esto se sustancia en que cada vez hay más oferta para público que lee poco (desde autoayuda a recetas de cocina, pasando por consejos para la vida saludable o por novelas nostálgicias o de erotismo soft), mayor presencia del marketing y y una repetición constante de fórmulas que han funcionado y que rápidamente dejan de hacerlo.

Fracasa barato
A la par, el funcionamiento de los sellos se ha reorientado. Una editorial grande suele operar de esta forma: pone un buen número de títulos en el mercado en los que gasta lo mínimo posible, los deja a su suerte, y cuando alguno muestra signos evidentes de aceptación, invierte en él. El resto lo ignora, empleando la fórmula “fracasa barato”, y se centra en trabajar y promocionar los cuatro o cinco títulos que eligieron como apuesta principal o por los que abonaron grandes cantidades en la adquisición de derechos.

La editorial pequeña pone el libro en el mercado y reza porque tenga la acogida suficiente como para no perder dinero y, en su caso, ganar algo; son empresas que suelen carecer de la infraestructura y de los recursos para realizar una promoción sólida y parecen dar por perdida esta pelea. Algunas de ellas logran combatir esta posición débil con una buena distribución y, sobre todo, construyendo una marca que hacen valer en los espacios adecuados. Como además el circuito tradicional de valorización de una obra, como eran los medios de comunicación escritos (suplementos de los principales diarios, secciones de cultura, revistas culturales) han perdido gran parte de su capacidad prescriptora, las pequeñas editoriales apenas encuentran plataformas desde las que transmitir el valor o la importancia de sus autores.  

La consecuencia final es que el mercado termina repartiéndose entre dos clases de obras: aquellas, muy escasas, que conoce todo el mundo, que aparecen con frecuencia en los medios de comunicación y que se encuentran en los estantes de cualquier librería, y un número amplísimo de creaciones que casi nadie conoce y que casi nadie llegará a conocer nunca. Puede argumentarse que el mercado cultural siempre ha vivido en circunstancias similares, pero este momento añade una diferencia sustancial: todos estos factores, junto con el gran número de obras producidas y con la aceleración de los tiempos de visibilidad y permanencia comercial, nos conducen a un escenario diferente, en el que ya apenas queda espacio para la segunda línea, y donde el resto de textos perece sepultados, igual que el WSJ señalaba respecto del cine.

La cuestión es si esto tiene alguna relevancia para la sociedad y la respuesta es decididamente sí. La tiene en primer lugar para el sector, porque es el camino más rápido para que continúe deteriorándose: concentrarse en una oferta de puro ocio, que pierde el valor que la cultura puede aportar, lleva al libro a competir en el mismo plano que los vídeojuegos, los partidos de fútbol o las visitas a los pubs, y en ese terreno tiene por naturaleza todas las de perder. Sin una oferta que abarque a todos los públicos interesados, y que se extienda más allá del simple entretenimiento, el sector del libro carece de futuro, porque hay formas más divertidas de pasar el tiempo.

El ejemplo digital
En segunda instancia, aumenta los males de los que parte, porque provoca que la mayoría de operadores dejen de ser rentables y desaparezcan o subsistan en un estrato puramente amateur: el devastado sector musical es buena muestra de los tiempos futuros que esperan al del libro de seguir por este camino.  

El cuello de botella del mercado librero no está en la producción, sino en la visibilidad. Y lo digital es el mejor ejemplo: cualquiera puede escribir un artículo o un texto y colgarlo en la red, del mismo modo que cualquier banda puede colocar en bandcamp o en spotify su disco; el problema no está en darle salida, sino en disponer de los mecanismos precisos para que los potenciales lectores u oyentes sepan de su existencia y puedan acercarse a él. La red es un enorme almacén lleno de productos escasamente visitados. Funciona a través de búsquedas, es decir, de gente que quiere encontrar cosas que ya sabe que existen. Si no se poseen los instrumentos precisos para que ese conocimiento previo esté presente en el usuario, el esfuerzo de producción tiende a resultar baldío: la obra se ha convertido en 'commodity'.

Pero hay un tercer elemento que sí posee importancia social. Las cifras de ventas pueden arrojar señales de esperanza, o incluso podemos pensar que porque se abren más librerías este año ha sido mejor, y lo mismo hasta es cierto. Pero la cuestión de fondo es otra: lo que está desapareciendo no es el libro, sino una clase concreta de obras, aquellas que exponen las ideas más adelantadas, las más complejas, las menos ortodoxas, las menos complacientes, las más críticas. Las que no encajan en los criterios del marketing o de los pequeños nichos van a parar a esa suerte de limbo en el que permanecen sin que nadie sepa de su existencia. Por decirlo de otra manera, esta bifurcación, que supone que muy pocos títulos acaparen la visibilidad y las ventas y el resto queden sepultados, implica también un cambio de modelo en cuanto a contenidos; implica que hay cosas que pueden contarse y otras que no.

La lección final es esta: sin una red de difusión y venta que abarque también a este tipo de obras, que no se centre únicamente en la media docena de libros que venden y que permita posibilidades de subsistencia a autores y empresas de distintos tamaños y orientaciones, no hay futuro, porque se destruye todo aquello que hizo que el libro tuviera una importancia social más allá del mero entretenimiento.


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