martes, 15 de diciembre de 2015

¿Qué se tradujo y quién lo hizo? (II)

Segunda parte del texto de Marietta Gargatagli

(viene de ayer)

La corteza de la letra (II)

III

No se puede dirimir la superioridad o inferioridad de unas culturas y otras. Salvo en el tiempo, todas son iguales porque se imitan, se plagian, se traducen y no hay procesos culturales trascendentes sin apropiación, transformación o traducción de lo antiguo. El axioma de Ezra Pound de que una gran literatura está precedida de un glorioso periodo de    traducciones, puede extenderse a cualquier campo del saber. Y no es necesario encontrar los textos que han servido de intermediarios, basta con verificar que una idea o una fábula se dice en distintas lenguas para postular que hubo transhumancia.

La escritura, convertida por los estudios filológicos en el único vehículo de las transmisiones culturales, goza de un privilegio desmedido y sin duda falso. La peregrinación de argumentos, historias, procedimientos poéticos, conceptos filosóficos o científicos de lengua en lengua debería ser prueba suficiente, no de que existe el azar, sino de que las transmisiones orales son un medio suficiente y hasta más eficaz de los intercambios que tienen lugar entre las culturas. Los traslados de viva voz no implican literalidad ninguna, postulan que lo que se traduce puede transformarse, que lo ajeno engrandecido o disfrazado puede circular como propio. Los relatos, las lecturas o las traducciones orales documentadas hasta en tiempos contemporáneos no son materia reservada a los folkloristas. Todo se puede contar y no se necesita más que una versión para que una idea, un poema o un concepto se multipliquen en numerosos oídos y pasen a formar parte de otra cultura. Si hasta el siglo XI sólo el 1% de la población europea era alfabeta, no es imposible imaginar que gran parte de las novedades poéticas, filosóficas o científicas discurrían por vías orales.

Corrobora esta hipótesis el hecho de que los hombres de la Edad Media eran grandes viajeros: lo eran los musulmanes, también los de la Europa occidental. Se viajaba para conocer, enseñar y aprender, y no era raro que los discípulos buscaran maestros de otras religiones (Renan: 1992, 146) porque, al menos hasta el siglo XII, se gozó de una libertad intelectual que después se suprimiría: no existía la Inquisición, no había supervisión papal de los estudios, la teología, y las elaboraciones más sutiles del dogma eran todavía fluctuantes (Curtius: 1981, 816). Los clérigos vagabundos ya censurados por el Concilio de Nicea (356), los peregrinos de Canterbury, los de Santiago de Compostela, los juglares, los goliardos de los siglos XII y XIII son testimonios parciales de desplazamientos que incluso hoy resultarían extraordinarios. Y no es una mera conjetura que esa circulación de personas incluía lo que ahora es España. Prueban la presencia de la poesía goliardesca en estas tierras: la Garcineida del canónigo García de Toledo, una sátira sobre la degradación del alto clero (y que incluye a Bernardo de Sédirac, el mentor de Bernardo de Sauvetat, al que se atribuye la fundación de la escuela de traductores de Toledo) o los poemas amorosos del monasterio de Ripoll, Anonim enamorat.

IV

La descripción más feliz de la gran escena de la traducción medieval podría ser eso que los especialistas llaman «la novela que ocurre en el camino»: una aventura por los caminos de Europa. Recordemos itinerarios posibles. El monje Gerberto de Aurillac, después papa con el nombre de Silvestre II, llegó a la Marca Hispánica en el siglo X, entre 967 y 970, para estudiar matemáticas y astronomía. Mosé Sefardí, convertido a los cuarenta y cuatro años en Pedro Alfonso, promediando el siglo XI, salió quizá de Huesca y después de recorrer la Europa central apareció en Inglaterra, donde Enrique I lo convirtió en su médico. Tradujo al latín la nueva ciencia astronómica y matemática de los árabes y viejos cuentos orientales (Disciplina clericalis). Abraham ibn Ezra entre 1140 y 1167 viajó por Roma, Salerno, Luca, Pisa, Mantua, Verona, Beziers, Narbona, Burdeos, Angers, Londres y Winchester. A lo largo de este incesante peregrinar redactó tratados astronómicos, matemáticos, filosóficos, exegéticos, gramáticas y prodigó por doquier recensiones de sus obras. Escribía en hebreo para los suyos y en bajo latín medieval para los cristianos. Otros viajeros incansables del siglo XII fueron Benjamín de Tudela, que llegó hasta Alejandría pasando por el Languedoc, Provenza, Italia y Constantinopla, o el excelso poeta Jehudá ha-Leví, que vivió y escribió en Granada, Córdoba, Toledo y cuyo rastro se perdió después de un viaje mítico en Palestina.

Repitiendo esos pasos, nuevos eruditos peregrinaron hacia el sur. Entraban por el litoral de Cataluña y se dirigían a Barcelona, o por Roncesvalles, seguían el camino de Santiago hacia el valle del Ebro, rodeando la frontera de al-Andalus que, después de 1085, llegaba ya a Toledo. Así vinieron: Plato Tiburtinus [¿Roma?, primera mitad del siglo XII], Alfredo de Sareshel [Inglaterra, finales del siglo XII], Rodolfo de Brujas [primera mitad del siglo XII], Roberto de Chester [Inglaterra, primera mitad del siglo XIII], Gerardus Cremonensis [Lombardía, 1114-1175 (?)], Michael Scotus [Escocia, primer tercio del siglo XIII], Hermannus Teutonicus o Germanicus [segunda mitad del siglo XIII], Rodolfo de Brujas, Juan de Cremona, Juan de Mesina, Buenaventura de Sena, Aegidus de Thebaldis y Pedro Reggio de Parma. Algunos se quedaron muchos años, como Gerardo de Cremona, otros en cambio sólo estuvieron de paso, recogiendo y cotejando manuscritos, como Michael Scotus que también estuvo en Italia, primero en Pisa y después en la corte siciliana de Federico II. O Adelardo de Bath, del que no se sabe con seguridad que atravesara los Pirineos, pero que recorrió Siria, Italia y Francia.

Estos hombres, de biografías confusas o contradictorias, representan la cara transhumante de lo que después se llamó el Renacimiento del siglo XII. Pero ¿quiénes eran sus interlocutores? Pensemos en los corresponsales del papa Silvestre II, que vino a la Marca Hispánica como Gerberto de Aurillac: ese Lupito Barchinonensi, que Millás Vallicrosa identifica como Lobetus (Llobet), arcediano de la catedral de Barcelona; o el obispo Mirón, también llamado Bonfill, de Gerona. Pensemos también en los otros nombres que figuran en la historia de estas traducciones medievales: el obispo Miguel de Tarazona, el arzobispo Raimundo de Sauvetat de Toledo, el arzobispo Juan de Toledo, el rey de Castilla Alfonso el Sabio o los de Aragón: Jaime I el Conquistador, Jaime II el Justo y Pedro IV el Ceremonioso. No cabe duda de que estos dignatarios de la Iglesia o monarcas cristianos tuvieron el papel de mecenas o protectores de aquellos intercambios culturales, pero no fueron, como es obvio, los artífices ni los interlocutores de los sabios que venían allende los Pirineos. Tampoco parecen haber tenido esta función los monjes u otros miembros de la Iglesia, ya que los que se conocen son escasos y casi nada se sabe de ellos: Hugo Sanctallensis que trabajó en Tarazona, Domingo Gundisalvo que lo hizo en Toledo, y Garci Pérez, Juan de Aspa y Guillermo Arremón de Aspa que formaron parte del scriptorium de Alfonso X. Si los religiosos o legos de los reinos cristianos no sabían árabe, y en el caso de que lo supieran, no conocían lo suficiente las materias de los textos, requisito indispensable para traducir, ¿a quién se dirigían los curiosos extranjeros que tampoco sabían árabe? ¿Quiénes sabían la lengua, porque era su lengua, y habían ya traducido la ciencia y la filosofía árabes a su propia cultura? Si somos conscientes de que la traducción, como actividad intelectual, requiere un saber lingüístico y cultural y, además, experiencia en el arte de traducir, no cabe otra respuesta: los judíos hispánicos.

(sigue mañana)

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