jueves, 5 de noviembre de 2015

Un negocio de la culpa (II)

Segunda parte del ensayo de Michael Hofmann que empezó a subirse en el día de ayer, con traducción de Ricardo MoralesCristián M. Torres, Michel Martínez y Eduardo Cuevas

Sharp Biscuit.
Notas sobre un negocio de la culpa (II)

Traducir es la producción de palabras, cientos de miles de palabras, hasta ahora muchos millones de palabras. Prefiero los libros cortos, soy flojo, soy un poeta, usualmente una página es mucho para mí. Pero incluso los libros largos se han acercado sigilosamente hacia mí y me han atravesado. The Radetzky March tal vez unas 140,000 palabras. Dos largos Falladas, doscientas mil cada uno. Los cuentos de Fallada, otras cien mil. Ernst Jünger 130, 000, y un montón de otros libros de guerra, ¿cómo me metí en eso?, cómodamente cuatrocientas mil. Sesenta libros, millones y millones de palabras, como millones y millones de números, como π, un número irracional. Una vez que me doy cuenta de que empiezo a repetir (…3141592), prometo que después me detendré.

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Es toda una distracción a escala industrial, la “voz aún pequeña” de la poesía sobredecibelada, mis recursos enclenques demasiado forzados, el debilucho de 40 kilos que corre infelizmente como loco con el expansor de pecho. Como dicen Nietzsche y Junger, esto te mata o te hace más fuerte. Otra vez, ¿cómo sucedió? Por la lealtad a mi padre novelista: la prosa. Por mi naturaleza alemana: Tüchtigkeit, producción vigorosa, industria, diligencia. Por la insatisfacción con mis propios métodos de papar moscas y rascarme el ombligo: tareas desgastantes en secuencia ininterrumpida. Por un deseo de hacer más libros, más pesados: la traducción. Dadas sus elecciones, ¿de qué se encargaría el distraído Narciso? ¡Claro, de los trabajos de Hércules!

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Si quieres que alguien cuide tus oraciones, ¿quién o qué mejor que un poeta? Si quieres que alguien regule, que regule con dedición, tu léxico, le dé cadencia a tu prosa, enlace un principio con un final, contraste el final con el inicio, conduzca una mecha verde por las ramas grises de las cláusulas, un poeta. Si lo que buscas es una prosa con dignidad, sorpresa, orden, atención a los detalles. Por eso, el primer apartado del libro de las electrizantes traducciones libres de Tom Paulin, The Road to Inver, es su versión del inicio de La plaga de Camus. La prosa. Bueno, hasta cierto punto.

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¿Y los recursos, las herramientas? Bueno, pueden ser cualquier cosa. A veces, cuando me han gustado ciertas imágenes en alemán, especialmente cuando eran cosas que desconocía, y que por lo tanto me daba la impresión de que no todos sabrían en alemán, dejaba que resaltaran. Poco comunes en alemán, ¿por qué no nuevas en inglés? En Each Man Dies Alone aparece esto: “El actor Max Harteisen tenía, como a su amigo y abogado le gustaba recordarle, mucha mantequilla en la cabeza de antes la época de los nazis.” Hay una nota al pie sobre esto, pero yo no la hice: yo la hubiera dejado fuera. Mantequilla en la cabeza, ¿no es una expresión adorable? O esto, de una nueva novela, Seven Years, de Peter Stamm, una escena en la que dos arquitectos intercambian consejos entre colegas: “Berlín es como El Dorado, dijo, con que estés medio presentable, puedes hacerte de una nariz de oro.” Nada más fácil que haber dicho: “llenarse los bolsillos” o “hacer dinero fácil” o “toneladas de dinero”, pero lo no quise así: me había sorprendido demasiado la nariz de oro, ¡qué expresión tan perfecta de la brecha económica: una protuberancia tan fútil,  prácticamente sifilítica!

Entonces hay  cosas que conservé del alemán, pero también se dio lo contrario. Cosas pepenadas de todos lados del inglés. Alguien me dijo que algo en mi Wasserman es australiano, (pasé horas buscando, pero no pude encontrar la referencia, aunque recuerdo que intenté usar “Esky”, de “Eskimo”, el término australiano para decir hielera, pero no se me permitió hacerlo). Otra expresión, “una patada en las costillas” viene de un funcionario público nacido en Dublín que era  mi conocido. Así es la traducción, no tanto una autobiografía, sino quizás  una “auto-grafía”: vaciarme los bolsillos del pantalón, al estilo Schwitters, un boleto de autobús, un recorte de periódico, una cajetilla de cigarros, una página arrancada de un diario. Las palabras no son sólo palabras; son palabras con las que he tenido que ver, reflejan mi compromiso continuo con Lowell, Brodsky. Bishop y Malcom Lowry; palabras que se han desgastado un poco, que han perdido su color, blandura e historia, quizás no de manera visible para todos los lectores, pero palpable para algunos. 

El inglés británico y el americano los utilizo más o menos como se me ofrece; solía pensar que conocía la diferencia, e incluso imaginaba que podía alternar entre uno y otro a propósito, ya no estoy seguro. ¿Es la capucha o el bonete? ¿El maletero o el baúl? ¿Alguien come el pastel o la tarta? ¿A alguien le cae el veinte o alguien te cae mal? ¿Soy “quisquilloso” o “puntilloso”? Inevitablemente y de forma creciente -es una modalidad de mi vida y de mis lecturas, así como de tener empleados en Londres y Nueva York -las cosas que digo saldrán mezcladas, en un estilo que podrías llamar “universal-provincial”. Un inglés mestizo y fundido (el cual, de todas formas, considero como la genialidad e inclinación del lenguaje). Lo que me parece más renuente (y menos simpático) es lo auténtico y lo limitado y lo local (pero ¿qué traducción se va a conformar con esas cualidades?: son éstas precisamente la antítesis de la traducción). Todo lo expresivo es posible. Yo batallo por las expresiones británicas en mis traducciones estadounidenses (“on the never never” es una que me viene a la mente - ¡por supuesto que la economía de los Estados Unidos estaría en otras condiciones si esa bendita advertencia sobre los peligros del crédito excesivo hubiera sido atendida!), y también me agrada introducir expresiones estadounidenses a lectores británicos. Ocho años de niñez en Edimburgo -pensé que no habían dejado huella- se muestran en un estallido tardío de revolturas de escoceísmos: “postie” “wee” “agley” “first-footing”. (El mayor beneficiario/víctima fue Durs Grünbein; si le encontraba algún sentido [lo cual de ninguna manera era seguro], quizás era que me encontraba trazando mapas de provincialismos, del sajón al escocés capitalino dieciochoesco a capitalino dieciochoesco, de su infancia en Dresde,  a mi auto conferida “Atenas del Norte.”) Palabras que yo mismo he utilizado en mis poemas, como “bimble” y otras, salen a colación. No es sólo que, como lo he dicho antes, traducir simplemente te quite todas tus palabras, es más pernicioso que eso, es más como una bomba N: te despoja de todas tus palabras. De nuevo, en cuanto me veo repitiéndome a mí mismo, o veo algo predecible o con afectación - sin ser sancionado en el original- con inclinación a lo ostentoso, lo cómico, a un registro lamentable, digamos que la recurrencia de 888888, para mí entonces es tiempo  de parar.
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Pero ése es el problema: ¿De quién van a ser las palabras que vas a usar, si no son las tuyas? Revalorizando a Buffon, Wallace Stevens dijo: “Un hombre no tiene elección sobre su estilo.” ¿Por qué no debería suceder lo mismo con un traductor como lo es sobre John Doe, el autor? Se cree que tomas el original, lo pasas por el diccionario y realizas cincuenta o cien mil transacciones separadas de manera hermética, traduciendo, en efecto, a ciegas y hacia un lenguaje que no es ni tuyo ni de nadie. ¿Es eso un libro? ¿Cada palabra sacada de su empaque a prueba de contexto? No veo cómo un vocabulario personal y una gramática personal y un ritmo personal -al menos en donde existan, en cualquier persona suficientemente desarrollada para tenerlos - pueden ser descartados. Los chocolates tienen advertencias de que han sido producidos con maquinaria que ha entrado en contacto con cacahuates; ¿por qué las traducciones no las tienen? Pero entonces no solamente se diría “ha escrito el poema moderno ocasional”, sino también “le gusta el punk” o “tiene familiaridad desde su juventud con las obras de Dickens” o incluso “lee The Guardian” o “sigue the Dow” o es “fan de P.G. Wodehouse.” (Sí, querido lector, yo soy todos estos) Pero todos estamos contaminados. Tengo una atroz admiración pero no mucho respeto por la gente que traduce con un léxico contemporáneo a la mano para que una traducción de un libro antiguo “garantice” no contener ninguna palabra que no existía -aunque sea en la otra lengua –en el momento en que fue escrito. Sí, es ingenioso; disciplinado, ajá; plausible, claro; pero es completamente mecánico. Incluso si utilizas vocabulario del siglo XVIII, lo más seguro es que no lograrás ni un solo enunciado que hubiese recibido el visto bueno en el siglo XVIII. (Existe una diferencia entre un pianista y un afinador de pianos.) Mientras tanto, tu lector del siglo XXI te lee ¿con qué? - ¿Con su alma de párroco dieciochoesco? ¿En su e-book?

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Yo quiero una traducción para aportar una experiencia, y quiero, como traductor, hacer algo diferente. Entiendo que ambas metas pueden parecer un tanto inusuales, incluso inadmisibles. Puedo ver que la idea de mí como escritor se apoya en, o incluso difumina, la idea de mí como traductor (después de todo, no necesito el libro de alguien más para romper el silencio: yo soy, si te parece, el ventrílocuo del ventrílocuo). Para mí traducir un libro es una alternativa o una extensión (¡un multiplicador!) de escribir un ensayo o un poema. Un amigo mío editor me hizo el favor de soñar un mundo donde se pensaba en los libros no por autor sino por traductor (¿quién es finalmente al que se le ocurren las palabras en la página?): así que, Pevear/Volokhonsky, no un Tolstoy; un Mitchell, no un Rilke; una Lydia Davis, no un Proust.

Pero se han de preguntar, ¿dónde está la fidelidad? ¿dónde está la precisión, la auto-borradura, el servicio? Para mí el servicio proviene de la escritura tan bien y tan interesantemente como sea posible: proviene de utilizar todo el amplio espectro de los diferentes tipos de inglés, los diferentes registros, las palabras casi olvidadas, los trucos de la voz, los endurecimientos y relajamientos inesperados de la gramática. (Como yo lo veo, estoy al servicio de mis originales pero también estoy ahí para servir a la lengua inglesa, de aquí las importaciones, los descubrimientos, los dandismos y las colisiones.) Soy impaciente con los pasajes vanos o vacíos de la escritura, clichés, inexactitudes, incluso de hecho, con lo inerte ordinario. (No sé si algo me resultaría más desafiante que un libro donde los personajes sólo “fueron” a lugares, y sólo “dijeron” cosas: eso me parece asfixiante- y así me ha resultado.) En su libro, si bien amanerado pero extremadamente interesante, Un pez en la Higuera, David Bellos caracteriza la traducción como propensa a producir un tipo de lenguaje medio que recorta los extremos de un original mientras que tiende a hacia lo aceptado y lo establecido y al centro, a lo poco aceptable y lo inaceptable. No me preocupa mucho de dónde vienen mis extremos — sean míos o de mis autores, pero quiero que estén allí. Pixeles extra. Como alguna vez lo expresé, la alta resolución de un cuarto o quinto decimal. Es la expectativa de la poesía: brevedad, agudeza, drama. La palabra adecuada, o la frase o enunciado - y así también, algo que no hubieras obtenido de alguien más. Sí, un traductor es un pasajero, viajando relativamente de una manera segura (y en penuria merecida) en un vehículo que ya ha sido construido pero aun así yo preferiría que él fuera como un pasajero de bobsleigh— un velocista convertido, alguien que al menos pone en su propio trabajo sus propios huesos, su equilibrio y sus reacciones.

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Entonces un lector mal agradecido siempre cree apropiado quejarse: “usa palabras que no se ven en los libros a menudo y su gramática suele ser torpe” (lo que me parece más gracioso cuanta más atención le pongo: el tono maravillosamente agravado y denunciatorio; el hermoso error, torpe en su imitación, una suerte de oración yuxtapuesta sin puntuación; la implicación absurda de utilizar más palabras en el discurso [es decir, que el inglés escrito opera con un sistema más bien afrancesado de restricción de vocabulario]; la oracioncita gris que fanfarronea sus dos melosos adverbios). En alguna reseña me describen como “generalmente confiable” (lo cual, en otro estado de ánimo, vería como un insulto) y a continuación critica mi uso de “no-palabras poco elegantes” como “chuntering” (hablar de forma inarticulada, baja) y “squinny” (que viene de squint, obviamente) y ambas me parecen no sólo perfectas, sino perfectamente adecuadas (y ¿desde cuándo existe un edicto universal para la elegancia o para el uso frecuente?) y luego el mismo crítico nos confía que preferiría (a ciegas) leer versiones de mis predecesores de hace ochenta años, Cedar y Eden Paul, cuyos nombres suenan como el padrino y la madrina del Partido del Té: ¿quizá debería contrariarlo negándole todas mis demás traducciones “generalmente confiables”? La novelista A.S. Byatt hizo una breve lista de palabras que según ella no debieron aparecer en mi traducción de la novela más reciente de Joseph Roth, The Emperor’s Tomb (publicada por primera vez en 1938): “a ways”, “guissed up”, “sprong”, “sharp cookie”, “gobsmacked” y (creo que más bien arbitrariamente) “pinkie”. La trama de la historia abarca la segunda guerra mundial, solamente los primeros términos que menciona Byatt son “anteriores”, los demás son “posteriores al diluvio”, lo cual considero importante. Cuatro veces me encogí de hombros. Incliné un poco la cabeza por “sharp cookie” (si el inglés aceptase “Sharp biscuit” lo hubiera usado sin duda) pero el único que me tenía inquieto era “gobsmacked”, que es un vulgarismo que no figura en mi repertorio discursivo, no se diga en libros, o al menos eso pensaba. Cuando lo encontré en Roth, me di cuenta que lo decía un personaje de nombre Stettenheim, un estafador –von man– a quien describe como un “vulgar prusiano”. Incluso esto, la presencia de una palabra que no uso, no me parecía tan mal.

Lo que todos estos términos tienen en común es, me parece, una ansiedad neurótica con la idea de que, de hecho, exista un traductor. En sus coches, que es así como los conciben, existe un solo volante, y el autor tiene todo el mando (de hecho existen controles duales). Este tipo de lectores y críticos leen a veces, muy a su pesar, una traducción, pero con cierta incertidumbre, casi de antemano bajo protesta o sobre advertencia. Su abanico de expectativas es solamente negativo; es imposible imaginar a esas personas maravillarse, engancharse, impresionarse o sorprenderse con una traducción. (“¡¿Traducción?!” me parece escuchar, como el “¡¿unamaleta?!” de Lady Bracknell) Más bien hay recelo, si la traducción por casualidad destaca, se vuelve notoria. Sólo le esperan deméritos. Su rabia es horrible de ver/presenciar. Una traducción es posible (tolerable, diría uno) sólo si se conserva dócil, predecible, algo arcaica. Debe lucir su impropiedad en las mangas.  Mientras que para mí, sentarse a escribir algo profesionalmente decepcionante, un fracaso irremediable, y persistentemente medio vacío, sería un valioso tiempo perdido (que a lo mejor sí he desperdiciado). Sí, es imposible, pero de ahí venimos, fue la caída de la torre de Babel la que trazó nuestro plano. No me parece que el solo hecho de ser el traductor de un libro excluya características como el refinamiento, el placer, la iniciativa o incluso la provocación. Hans Mangus Enzensberger (quién dedicó uno de sus libros a los traductores, los “nobles peones” de la poesía [¡y qué rara y maravillosa colisión de palabras constituyen los “nobles peones”!]) aún cree que debemos divertirnos. ¿O acaso debe ser siempre, como en Pope, “y diez palabras a menudo se cuelan en un verso vacío”?

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Puntos sencillos sobre el método. Yo solía escribir un borrador a mano, casi siempre de noche: al día siguiente buscaba palabras (una monserga, casi siempre eran palabras que ya conocía, pero en este punto sentía que aún necesitaba corroborarlas: la gente que no busca las cosas es generalmente quien no las conoce), y luego pasaba en limpio lo que ya tenía listo: nadaba por la tarde y en la noche escribía, en bruto, algunas páginas siguientes. Cuando llegaba al final del manuscrito le hacía una fotocopia grande (tamaño A3), y le garrapateaba anotaciones, trabajando siempre, o casi siempre, en inglés. A estas alturas el procesamiento de las palabras ya se había simplificado y acoplado enormemente. Lo que restaba era completar algún borrador lo más rápido posible, olvidarme del alemán y revisar, sin fin. Diez veces, veinte veces, más. Si hay alguien que escuche, me gusta leerle en voz alta. Releo mis propias traducciones mucho después de publicadas, mucho después de agotadas. Es posible, reconozco, que me aleje de un original, pero creo que en general eso no pasa: todos mis instintos, incluso bajo presión, son precisos y fieles.

Sé que en este ensayo insisto en la diferencia y el juego y la irresponsabilidad, pero soy un trabajador abrumadoramente cuidadoso y diligente. Además, hay una ventaja de trabajar con y desde el inglés, y es que la traducción no se involucra en una suerte de estira y afloja lingüístico. No hay una lucha por nacer, sólo una separación limpia y rápida, y el inglés entiende que está por su cuenta, como debe ser. (Es evidente pero debe decirse: traduzco para gente sin alemán, más que para aquellos con la dudosa fortuna de conocerlo). Cuando he traducido poesía, durante los últimos diez años más o menos, la presencia o amenaza de un texto paralelo ha prolongado las negociaciones con el alemán; no estoy seguro si esto siempre resulta benéfico para la traducción, pero claramente tiene que suceder así. Un poema-traducción puede sentirse como el cadáver envuelto de un insecto que ha caído en una telaraña, una parcela sobre-entusiasta, unida por mil hilos a aquello que espera su muerte y  le devora: no es un sentimiento cómodo, y no lo recomiendo.

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Con el tiempo me he vuelto más seguro de mí mismo, y más comprometido conmigo mismo. Aún no estoy seguro si alguna de estas cosas es buena, pero de nuevo ambas son posibles. A lo largo de sus carreras le ocurre lo mismo a un doctor, a un corredor de bolsa, a un piloto comercial. Se trata en parte de una experiencia generalizada, en parte de una larga asociación con autores y épocas particulares (los veinte y los treinta: Stamm, Roth, Fallada, mi padre) pero también ha dado lugar a un sentido de “así hago las cosas” incluso a un “así es como quiero que salgan las cosas, y deberías estar satisfecho con ello”. No hay nada más agotador que dar la cara por uno mismo, pero puedo hacerlo cuando la necesidad me obliga. Respaldo mis sentimientos por las palabras contra los de cualquiera, sé que tengo algún grado de impaciencia (no me gusta hacer escándalo) y también hay algo de impetuoso e impredecible en mí. Así es la cosa. No quiero presentarlo como una dispensa caracterológica generalizada, pero creo que en mi caso probablemente está bien.


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