jueves, 19 de noviembre de 2015

"Esto no ha sucedido"

El 28 de octubre de este año, la traductora española María José Furió publicó la siguiente columna en El Trujamán. Su segunda parte, publicada el 17 de noviembre, podrá leerse mañana.

Así pasen diez años (1):
Reacciones a la bajada de tarifas de traducción

Ningún traductor profesional en español ignora, me figuro, que el grupo Penguin Random House impuso a principios de 2015 una bajada «unilateral» de tarifas de traducción, hecho que provocó un ligerísimo escalofrío con cierto eco en blogs especializados y algún diario digital. No tengo cifras concretas de la tarifa rebajada, aunque el comunicado de protesta difundido por ACETraductores informaba de un recorte del 6 % al 15 %. Varias cartas dirigidas a directivos del grupo encarecían la tarea de los traductores literarios y nuestra contribución a la cadena de valor del libro, además de otros intangibles vinculados a la literatura traducida que son fruto exclusivo de la experiencia y valía del traductor profesional. Como sabemos, esta imposición coincide con la expansión del grupo transnacional —hoy en una posición de oligopolio en competencia directa con el Grupo Planeta—, con la larga crisis económica que afecta sobremanera al sur de Europa, y con la transformación del sector editorial y de las comunicaciones por la revolución digital. Un club de traductores refería, aludiendo a una fuente que escondía su identidad, que el recorte no se gestó en Barcelona, sede principal del grupo en España, sino en Madrid, donde las tarifas son —aseguran, aunque el dato es falso— habitualmente más bajas.

Intrigada por la falta de una respuesta conjunta y coherente con los avances consolidados de la profesión frente a la imposición del grupo editorial que se jacta de publicar lo más progresista, enrollado, vanguardista y radical en literatura, ensayo y periodismo —junto a la marea infinita de obras comerciales de gran consumo propia de toda corporación—, sondeé a varios colegas que trabajan con ellos. Una veterana traductora de inglés me sorprendió al admitir que «aún no había calculado» la rebaja y la consiguiente pérdida de ingresos, pese a tener la novela ya medio traducida. Excusó su falta de combatividad arguyendo ser solo «una traductora del montón» («yo también», respondí. Más del montón cuanto menos cobramos). Otro, que llevaba «un año sin traducir para ellos», me comentó que el mismo grupo impuso a una empresa de fotocomposición con la que llevaba largos años un recorte del 35 %, que el empresario no aceptó y borró al grupo de sus clientes. Otro colega me aseguró que, si editores del grupo «volvían» a llamarle, no dudaría en informarme acerca de la «variación» de la tarifa, transmitiendo así su disposición a aceptar la rebaja.

No parece necesario explicar las consecuencias y objetivos de esta estrategia megaeditorial y sí la reacción tibia o fatalista de los traductores. Personalmente, me preocupaba el resultado de este desequilibrio pronunciado de fuerzas porque subraya la capacidad de la empresa para imponer sus condiciones en un contexto de crisis económica, y por cómo uno de los valores que más apreciamos los traductores, nuestra independencia, puede volverse contra la profesión en su conjunto.

La actitud de mis colegas seguía intrigándome. Parecía claro que, antes que los insensatos seis puntos del Código de buenas prácticas de la traducción, preferían la sabiduría inapelable de algún decálogo budista. Mejor que «la remuneración por la obra encargada será equitativa y permitirá al traductor vivir decentemente de ella y ofrecer una traducción de buena calidad literaria» les parecía la máxima «más vale usar pantuflas que alfombrar el mundo». Antes que «a la firma del contrato, el traductor percibirá un adelanto a cuenta de la remuneración de al menos un tercio del total. El resto le será abonado como muy tarde a la entrega del manuscrito», preferían la sabia máxima «no es más rico quien más tiene sino quien menos necesita». Como también asegura el budismo: «el dolor [del recorte de tarifa] es inevitable, pero el sufrimiento [por la pérdida de valor adquisitivo] es opcional», acepté, imitándoles, que «para entender todo es necesario olvidarlo todo» y me desentendí del asunto.

Parecía inevitable, también, añorar tiempos más optimistas y combativos de la traducción y la cultura; por suerte, de nuevo el budismo vino a disipar mis nostalgias: «Alégrate porque todo lugar es aquí y todo momento es ahora». ¿Podía entonces considerar que la bajada de tarifas no se ha producido ni mis colegas han consentido la rebaja sin pelea? Ya metida en frases de la alta cultura popular, recordé el mantra de Don Draper en Mad Men: «Esto no ha sucedido. Ni te imaginas cuántas cosas no han sucedido».


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