miércoles, 1 de abril de 2015

Puig por Gargatagli (I)

Hace rato que venimos extrañando a Marietta Gargatagli. Por eso, desde hoy y hasta el viernes, tres columnas de ella publicadas en El Trujamán, que tienen como objeto a Manuel Puig y la traducción. La de hoy fue publicada el 6 de febrero pasado.

Manuel Puig y la traducción (I)

Hacia 1976, Joaquín Soler Serrano entrevistó, en aquel programa de estética minimalista llamado A fondo, al escritor Manuel Puig, que acababa de publicarEl beso de la mujer araña, su cuarta novela y la gran novedad de la Feria de Frankfurt de ese año. Mirado desde el presente, aquel diálogo —como los mantenidos con Pla, Borges, Rulfo, Onetti o Cortázar, que desconocían la existencia misma de la televisión—, parece corresponder a un mundo ilusorio: la lentitud, los silencios, la completa falta de divismo. Soler Serrano era un hombre de voz poderosa y dicción de actor que sabía muy bien qué tipo de programa estaba en condiciones de conducir: retratos literarios. Con contundencia mostró a los espectadores del futuro cómo fueron algunos de los grandes escritores del siglo xx y, a la manera de Joe Leyendecker o Norman Rockwell, los hizo tal como eran: exactos.

Con Puig, por ejemplo, —que no puede encender los cigarrillos, que no termina casi nunca las frases— se crea un escenario de fragilidad que podría ser misterioso para los espectadores. Sin embargo, ese marco titubeante resulta la mejor manera de presentar a un escritor (al que no le gustaban mucho las entrevistas y al que se ve como acartonado y poco hábil) porque bastan dos segundos de ese lío con los fósforos y de esas frases a medias para querer saber lo que sigue. Y ese querer saber lo que sigue es lo que define la literatura de Puig. Como Rulfo, como Sánchez Ferlosio, como Bioy, fue unescritor de la oralidad que tenía el poder de que sus historias se oyeran al tiempo que se leían. Talento que no se reduce a entender la dicción como un modo naturalista de representación de los personajes: supone sobre todo que la estructura narrativa de esa dicción tenga el orden y la cadencia de los relatos orales, el vértigo, la atención atrapada, el suspenso, la complicidad del oyente, del lector.

Con la lejanía del país (se fue en 1973), las destrezas verbales de Puig parecieron perderse en una sucesión de voces, como refiere probablemente este fragmento:

Yo oigo una sola voz. Aunque haya dos partes mías hablándose entre sí. Pero no es mi voz… Es una voz joven. Una voz que suena bien, fuerte, segura, y hasta de timbre agradable. Como la voz de un actor. Pero después (…) oigo mi verdadera voz. Cascada, carraspeante, y no me gusta.1

La posibilidad de usar otras lenguas quizá fue una solución para la pérdida de una cadencia familiar, de ese débit que definía su mundo literario. Maldición eterna para quien lea estas páginas se escribió en inglés y de Sangre de amor correspondido existió un borrador en portugués. Traducidas por Puig, o quizás escritas entre lenguas «hablándose entre sí», no son aquel lenguaje perdido de palabras muelles y perfectas: la traducción no restituye el tránsito, sólo devuelve un idioma indisciplinado y rugoso, un idioma de nadie.

Al comienzo de la conversación con Soler Serrano, Manuel Puig pronuncia un encendido elogio de la lengua que se habla en España. La celebración no resulta rara si se piensa que para un latinoamericano es conmovedor que personas vivas y reales hablen del modo que leyó en los libros. Sin embargo, no parece que Puig quiera enaltecer ese descubrimiento. O, en todo caso, el descubrimiento señala un contraste del porvenir: una lengua que pervivió a lo largo de siglos; una lengua, la del escritor, destinada a desaparecerse, a ser otra. La entrevista tuvo lugar en 1976. Empezaba entonces el exilio, para Puig, para América, para la lengua de América.


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