viernes, 26 de diciembre de 2014

Un análisis de un vacío que sería revelador hacer, pero que nadie lo hace

Carmen Francí, según la ficha que consta en ACEtt, nació  en Barcelona, donde se licenció en Geografía e Historia, especialidad en Historia Contemporánea, y se diplomó en la Escuela Universitaria de Traductores e Intérpretes, E.U.T.I., de la Universidad Autónoma. Es traductora e intérprete jurada de catalán por el Ministerio de Asuntos Exteriores y por la Secretaría de Política Lingüística de la Generalitat de Catalunya. Se dedica a la traducción literaria desde 1985, fecha en que se trasladó a Madrid; ha trabajado también como traductora free-lance para diversas agencias, empresas y museos, así como para La  Vanguardia  y Prensa Ibérica. Ha traducido, entre otros, a Joseph Conrad, Jack London, George Eliot, Edward Gibbon, Henry James, Christina Rossetti, Julian Barnes, Douglas Coupland, Toni Morrison, Nadine Gordimer, Dorothy Parker, Joyce Carol Oates, Anthony Powell, Fay Weldon y Thomas de Quincey. Además, es miembro de la junta rectora de la Sección Autónoma de Traductores de la Asociación Colegial de Escritores desde 1999 y secretaria general de ACE Traductores desde 2003. Colaboró como secretaria de redacción en la revista de traducción Vasos Comunicantes de 1998 a 2000, publicación que ha codirigido con Mario Merlino hasta 2009 y codirige con Carlos Fortea en la actualidad. Imparte la asignatura de Traducción literaria inglés-español en la Universidad Pontificia de Comillas desde 2008. La siguiente columna la publicó en El Trujamán, del día de ayer.
El peso de la nada

Es difícil calcular el peso de lo que no existe, especular sobre la magnitud de un vacío. No se estudia la historia de las ideas en España o de las corrientes literarias valorando, precisamente, lo que no existió porque no nos llegó en el momento oportuno. Nunca sabremos cómo podrían haber sido las cosas si hubieran transcurrido de otro modo y lo cierto es que este tipo de especulación interesa poco a los historiadores. Pero es un dato relevante en muchos aspectos: estudiamos la Ilustración o el Romanticismo como si las obras de creación y pensamiento fluyeran de un país a otro de modo instantáneo por medio de vasos comunicantes. Y, lamentablemente, no es así. Para que eso suceda hace falta, como mínimo, la presencia de un editor y de un traductor.

Sería interesantísimo analizar y cuantificar ese desfase, tomar todas las obras relevantes de la literatura y el pensamiento y medir ese retraso en la publicación en castellano. Sin duda, las causas son varias: ignorancia generalizada en todos los estratos sociales, la escasa relevancia de una reducidísima élite culta (que suplía la carencia de ediciones en castellano porque era capaz de leer en otras lenguas), falta de público lector en un país mayoritariamente analfabeto y, en grado variable en función del momento y el autor, la influencia del Index librorum prohibitorumpublicado por la Iglesia católica (y, en teoría, vigente hasta 1966) que dictaba la prohibición de imprimir obras de autores como Erasmo de Rotterdam, François Rabelais, Giordano Bruno, René Descartes, Thomas Hobbes, David Hume, Denis Diderot, Honoré de Balzac, Émile Zola…

No hace mucho nos llegó la noticia del descubrimiento de la traducción al español más antigua conocida hasta la fecha del Elogio de la locura del humanista holandés Erasmo de Rotterdam, cuyo original se publicó en latín en 1511, en París. El manuscrito en español se ha conservado en Holanda: el libro de Erasmo fue incluido en el índice de libros prohibidos de la Santa Inquisición en 1559 y, según los investigadores que lo han encontrado, sólo después de que la Inquisición fuera abolida en 1842 apareció la primera traducción al castellano. Suponiendo que, efectivamente, no hubiera otra traducción anterior, el retraso es apabullante: 331 años. Especialmente si tenemos en cuenta que al francés, al italiano y al alemán se tradujo en vida de Erasmo.

Otro caso significativo de tiempos algo más recientes: Las cuitas del joven Werther se tradujo por primera vez, a través de la versión francesa, en 1803. El traductor fue José Blandeau. La primera directa del alemán, de 1835, fue de José Mor de Fuentes. Goethe había publicado su obra en 1774: aquí tenemos veintinueve años de retraso para una traducción por lengua interpuesta, toda una generación, y sesenta y uno para la primera versión directa del alemán. Y este es sólo un ejemplo más entre muchos.

El análisis de ese vacío sería muy revelador. Porque si bien, como ya hemos dicho, una minoría culta era capaz de leer en otras lenguas, lo cierto es que en su momento la lengua española no se amplió ni se enriqueció al integrar en su seno la expresión de nuevas ideas a través de la traducción de las grandes obras que se difundían por Europa.


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