viernes, 1 de marzo de 2013

Una encuesta para traductores (23)


Matías Serra Bradford
Nacido en Buenos Aires en 1969, es escritor y traductor. Ha colaborado en diversos medios de la Argentina, en Crítica de México y en la revista inglesa PN Review. Fue el editor y traductor de Si mi biblioteca ardiera esta noche, un volumen de ensayos de Aldous Huxley, y de La isla tuerta, una antología en la que seleccionó a poetas británicos de los últimos sesenta años. Tradujo también a John Berger, Iain Sinclair, F. Scott Fitzgerald y Patricia Highsmith. Este año se publicarán otras dos traducciones: una selección de cuentos de Huxley y una antología del poeta Michael Hamburger. Es autor de las novelas Manos verdes y La biblioteca ideal.

1) ¿En qué se parecen la traducción y la escritura? ¿En qué se diferencian?
A un traductor le cuesta hablar. Acaso sea por eso que busca algo dado, ya dicho. Pero voy a intentar decir algo, traicionando la regla que le impide a un traductor arriesgar metáforas propias. En el mejor de los casos la escritura original –en todas sus acepciones– lleva al lector –niño ávido– a conocer el mar. Una traducción, en cambio, ofrece una pequeña modificación en el escenario: lleva al lector a conocer el mar, pero en esa otra costa se trata de un mar sin olas. Para ser más obvio: del original a la traducción lo que se pierde es cierto movimiento, una modulación única. La ventaja del traductor es que, excepto que haya leído el original, el lector no sabe que existe un mar más bravo. Y al fin y al cabo una traducción decente no deja de ser un mar visto por primera vez.

2) ¿Debe notarse u ocultarse el hecho de que un texto sea traducción de un original?
Debe notarse que está bien escrito, que se domina el idioma al que se tradujo un poema, una novela; debe ocultarse el esfuerzo por lograrlo. No hay nada más inelegante que la prosa de un estreñido. La traducción es una novela de fantasmas. El que traduce, como el que corrige, vela por otro (como si todos los escritores que se traducen estuvieran muertos.) De ahí que la traducción no sea un trabajo conveniente –no se tome esto por un juego de palabras– para los afectos a pasarse de vivos. Tal vez por eso la traducción sea en primera y última instancia una cuestión moral. La irresponsabilidad consentida y la culpa son las dos sombras de un traductor que se escuda en una remuneración injusta o insuficiente. Hay que traducir como si uno no necesitara la plata. La plata lo trastoca todo: la responsabilidad, los plazos, la velocidad. El afecto. Quiero decir: un traductor medianamente honesto sabe perfectamente bien cuándo se está pasando de la raya. De este lado de la traición casi todo está permitido; más allá, ni un solo paso (no se le puede hacer eso a dos criaturas indefensas, un escritor que generalmente no conoce el otro idioma y un lector que en la mayoría de los casos no tiene en las manos una edición bilingüe).
Siguiendo una idea del gran traductor Edward Seidensticker, se podría ver al traductor como un falsificador de dinero, uno que debe imitar el original hasta el último detalle. El esfuerzo es considerable porque esos rectángulos de papel deben ser válidos –ser aceptados como verdaderos– en otro lugar. Pero vamos a algo más puntual, más preciso. (A propósito, es exacto y sugerente lo que dijo Mauricio Kagel con relación a su adopción de la lengua alemana: “agradezco no tener que escribir en mi lengua nativa, eso me ha obligado a expresarme con más precisión”. Algo similar buscó Beckett al pasarse al francés.) Una de las claves de la lectura es el tono que el lector le adjudica a lo escrito. Con qué tono debería leerse una oración, una línea de diálogo, decide el efecto de las sutilezas pensadas o intentadas por un autor. Y este puede dar pistas acerca del tono –en su lengua original– que trasladadas a otro idioma es probable que se debiliten o desaparezcan. El tono oral permite decir cosas terribles con la mayor simpatía posible y serán entendidas y toleradas; la oralidad puede mantener dos discursos a la vez, mientras que lo escrito –y lo traducido, menos– no puede permitírselo porque el tono lo interpreta y decide el lector; de ahí que la lectura sea un aprendizaje que no tiene fin. Esto se puede pensar desde otro lugar si uno no pierde de vista la diferencia que hacía Spinoza entre significado y verdad. Poseer uno no garantiza la posesión de la otra. Esta distinción es clave para la tarea del traductor. No es una abstracción: influye directamente sobre las decisiones que se toman, con respecto a una palabra o una frase entera. Es un modo de trasladar, o correr un poco, hacia una zona más profunda, y desde ya más pantanosa, el vaivén entre literalidad y recreación, entre discreción y virtuosismo.

3) ¿Debe ser más visible el traductor que la traducción?
Si el resultado terminó siendo presentable, el traductor se habrá comportado  como es preferible que lo haga: fuera de escena, lamiéndose como los gatos. Cuando sé que hay algo fallido me consuelo creyendo que también una mala traducción despierta la imaginación del lector (lo hace trabajar más). A un traductor no le conviene haber nacido católico: las mortificaciones no cesan. Anoche soñé que un editor catalán, de apellido compuesto y unánimemente vestido de negro –la camisa era la misma, sin lavar, con la que había aparecido en otro sueño, dos días antes–, me señalaba en un cóctel y aumentando el volumen de voz le decía a un compinche: “otro nilingüe, no habla ni castellano ni español”.

Lucrecia Orensanz
Es traductora mexicana independiente desde hace veinte años. El azar la ha llevado a especializarse sobre todo en textos de historia, o en general de humanidades. Integró el grupo que realizó el volumen de entrevistas De oficio traductor. En 2012 ha creado el Círculo de Traductores, de México, colectivo amigo del Club de Traductores Literarios de Buenos Aires, cuyo blog es http://circulodetraductores.blogspot.com.ar/ .

1) ¿En qué se parecen la traducción y la escritura? ¿En qué se diferencian?
2) ¿Debe notarse u ocultarse el hecho de que un texto sea traducción de un original?
3) ¿Debe ser más visible el traductor que la traducción?

Me resulta problemática la noción de "original". O más bien esa realidad o materialidad inherentes que se le atribuyen. También la solidez del original es una fabricación que sirve a diversos intereses. Creo que todos podemos extraer de nuestra propia experiencia casos en los que la traducción ha contribuido a consolidar o incluso crear el original. Muchos de los libros que me ha tocado traducir no existen como tales en la lengua de sus autores, sino como fajos de manuscritos que se fueron completado sobre la marcha, pero adquirieron una especie de existencia o sustancia a posteriori por el hecho de estar traducidos. Es cierto que cuando traducimos generamos un texto ostensiblemente a partir de otro, y que el ingenio y el encanto consisten en seguirle el paso y en apariencia obedecer sus dictados. A este respecto, me gusta lo que responde uno de los traductores entrevistados en el documental Tradurre cuando le preguntan si el traductor es una especie de Quijote. Él se queda pensando y responde que no, que más bien es como su caballo descuajeringado Rocinante, que le hace segunda en sus aventuras y le sigue el paso a donde quiera que vaya. Me pregunto quién sería entonces el Quijote, ¿el escritor, el original, el editor, el amante, los lectores, los consumidores de libros, el mismo traductor? ¿Y a poco los textos "originales" no están motivados, aunque de maneras oscuras, múltiples o subrepticias? Preguntaría más bien si el famoso original no tendría que considerarse una forma de traducción y el escritor una forma de traductor.

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