viernes, 19 de octubre de 2012

"Seguir fiel, servilmente el original"


Siguiendo con la problemática del artículo de ayer, Miguel Sáenz se dedicó también a pensar en los errores de los autores. Así se lee en la siguiente columna de El Trujamán, publicada el 18 de agosto de 2000.



Cuando el autor se equivoca

Recuerdo que Julia Escobar («Mantener o corregir el error») se ha ocupado del tema en estas páginas, pero los problemas que plantea me fascinan y no sé si estoy totalmente de acuerdo con ella.

En primer lugar, hay errores y errores. Si Grass, por ejemplo, habla de un combate de boxeo entre Paolino y Max Schmeling, es evidente que se está refiriendo a Paulino Uzcudun y que en español Paolino tendrá que aparecer como Paulino (dicho sea en descargo de Grass, Uzcudun figuró más de una vez en los programas del Madison Square Garden con el nombre de Paolino; sin ir más lejos, en su famoso combate de 1933 con Primo Carnera). Lo mismo ocurre, por ejemplo, cuando Henry Roth, en Un trampolín de piedra sobre el Hudson, cita incorrectamente a Baudelaire o a Lord Byron. Se trata de errores (casi simples erratas) que un buen corrector de textos hubiera eliminado en el original.

Pero la cosa se complica cuando no se sabe si el error es intencionado o, lo que es lo mismo, si cumple una función literaria. Así, después de varias tesis doctorales al respecto, seguimos sin saber de qué color eran los ojos de Madame Bovary, porque: «aunque fuesen castaños, parecían negros a causa de las pestañas...», «negros a la sombra y azul oscuro a la luz del sol...» y «sus ojos negros parecían más negros...». No sabemos si ello se debe a una distracción de Flaubert o si las aparentes incoherencias quieren decir algo más. Por su parte, K., el protagonista de El proceso, queda citado en una iglesia con alguien (alguien que no aparece) a las diez de la mañana, y poco después se oye a un reloj dar las once. ¿Quién se despistó: K. o Kafka? También en la espléndida Apuesta al amanecer de Arthur Schnitzler resulta  difícil saber en qué época del año se desarrolla la acción: «fragancia a bosque y a primavera», «una tibia tarde de verano», «una deliciosa mañana primaveral», «hacía un poco de fresco», «el bochorno de aquel mediodía...». Aun reconociendo que en Viena el verano puede caer en miércoles, Schnitzler parece un tanto indeciso, meteorológicamente hablando. Y quizá cabría recordar también que hasta Cervantes se arma un lío con Sancho y la desaparición del rucio, aunque luego (afortunadamente) no le eche la culpa al traductor sino al impresor.

¿Qué hacer en casos así? La respuesta me parece clara: seguir fiel, servilmente el original. El traductor ha de tener las espaldas muy anchas, para poder soportar impertérrito no solo sus propias culpas sino también las del autor de la obra original. Corregirlo sería impertinente y demasiado arriesgado. No es matemáticamente imposible que un traductor sea más listo que el autor que traduce, pero estadísticamente puede demostrarse que no lo es casi nunca cuando se cree más listo.

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