viernes, 8 de junio de 2012

¿Cuáles? ¿Por qué? ¿Bilingüe o monolingüe?

Nuestro ya conocido David Paradela López está publicando en El Trujamán una serie de artículos bajo la denominación común de “Traducir a la letra”, lo cual le permite hablar de diversos temas. En la ocasión, el 4 de junio pasado, habla sobre diccionarios.

Traducir a la letra: D de diccionario.

Se ha hablado ya de los diccionarios y del apego que el traductor les tiene —a veces con independencia de su verdadera utilidad—; aun así, osaremos abundar en el asunto, empezando, además, por los denostados bilingües. Alude Mario Muchnik (en su Léxico editorial, p. 69) a esos traductores que se enorgullecen de no usarlos. Quien esto firma ha conocido también varios de esos traductores y no puede por menos de compartir la perplejidad del editor y, ya de paso, confesar el uso y abuso por su parte del pérfido adminículo en todas sus variantes: convencionales, visuales, en papel, electrónicos… Confesión que hago tranquilamente porque soy consciente de que existen mil rincones de la propia lengua que desconozco y a cuyas palabras difícilmente llegaré mediante esa inspirada deducción, ese descenso del mundo de las ideas que exige la simple consulta del monolingüe. Puedo leer las definiciones que el Webster da para rosette y pensar en medallitas, insignias, distintivos, pero sin el bilingüe nunca habría llegado a «escarapela», que era lo suyo.

Por no hablar de las veces que nos han salvado el pellejo los «nuevos bilingües»: la web Linguee.com y sus equivalencias por segmentos (de la cual podríamos saltar a las colocaciones y al Redes, otro diccionario incomprendido), Wikipedia (con todas las cautelas que se quiera) y sus versiones en varias lenguas de una misma voz. O de los refraneros multilingües, o de los glosarios con equivalencias consolidadas a las que deben ceñirse quienes traducen para organismos internacionales. Confesémoslo: a veces el bilingüe sí trae le mot juste. En el peor de los casos, su uso no difiere tanto del de los diccionarios de sinónimos o de los nunca bien ponderados de Julio Casares y Fernando Corripio, y oponer su uso al del monolingüe nos retrotrae a discusiones tan absurdas como la de la preferencia por la traducción literal o la versión libre.

Al fin y al cabo, el monolingüe no es garantía de nada por el hecho ser tal. Sin ir más lejos, dudo que ningún traductor del español a otras lenguas recurra al DRAE para saber qué significa una palabra cualquiera. El DRAE es más bien esa señora Rotenmeyer a la que acudimos los hispanohablantes para pedir permiso antes de teclear, por ejemplo, country. Como nos dice que no, pero no hay otra manera de nombrar al estilo musical de Dolly Parton, tiramos millas, riéndonos por lo bajini pensando que algún día admitirán contri. (Para la particular visión de la realidad de la Academia, y mucho más, véanse los dos gruesos volúmenes del reciente El dardo en la Academia, coordinados por Silvia Senz y Montserrat Alberte). En el fondo, los traductores de inglés somos los más afortunados, porque podemos pasarnos las horas vagando con la mirada por el desmedido y apabullante Oxford, de cuyas opciones y herramientas —amén de apertura de miras— debiera tomar nota la lexicografía patria.

La cuestión de las nuevas fuentes de autoridad léxica y terminológica tiene para la traducción de libros consecuencias que van más allá de la elección de las palabras. En el citado librito de Muchnik se cuenta el caso del recientemente fallecido Jaime Salinas, que en una de las colecciones que dirigía prohibió que «se pusieran notas a pie de página para explicar términos que figuraran en el Larousse». Criterios como éste parecen liquidados en un tiempo en que la primera fuente de referencia es la Wikipedia. Pero no es este articulito el lugar para hablar de las notas y similares…

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