jueves, 28 de enero de 2010

Quien no traiciona, no traduce



Vieja conocida de este blog y destacada presencia en las reuniones del Club de Traductores Literarios de Buenos Aires, Mirta Rosenberg acerca la siguiente columna, a pedido del administrador.

Plantas de otra maceta

Traduzco profesionalmente desde 1978. La traducción ha sido para mí, en primera instancia, una manera de ganarme la vida que por añadidura conlleva algunas condiciones a mi entender favorables: trabajar en soledad, en la propia casa y en la sede de la lengua. Es decir, aprender de mí y aprender de ella. Encontrar, y hasta forzar a veces, cierta generosidad en las dos, la capacidad de alojar a extraños que terminen siendo familiares, aunque con los familiares una no siempre entable una relación armónica. De hecho, la traducción es casi siempre una batalla en parte perdida. Es afortunada cuando se puede elegir qué perder. Es absoluta cuando eso que se pierde llega impuesto desde el texto, sin mimesis ni equivalencia ni innovación posible, y obliga al fracaso de la nota al pie o a la glosa como salida de emergencia. A las variantes de esa pérdida se las suele llamar la traición del traductor, una expresión injustamente cargada de connotaciones negativas porque se la confunde con ignorancia o con malevolencia, cuando en realidad quien no traiciona, no traduce. El asunto es cómo traicionar, cómo hacer que pase a nuestra tierra una planta de otra maceta sin que se seque, aunque aquí cambie de color y deje de tener hojas lanceoladas. En el caso de la traducción de poesía (que es la traducción a la que más me gusta dedicarme, y de la que más he aprendido) esas modificaciones de una tradición ajena que conlleva cualquier versión han impreso cambios de dirección en la poesía vernácula, ampliando el campo y renovando el verso. Y eso, incluso con “malas” traducciones, y a pesar del castellano “neutro”, y de las exiguas tarifas, temas que prefiero dejar para otra oportunidad.

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