viernes, 13 de noviembre de 2009

"No existe ese idioma neutro"


En un viejo suplemento Radar Libros, del diario Página 12, correspondiente al 1 de junio de 2006, Gustavo Bernstein entrevista a Marcelo Cohen (foto), Sylvia Iparaguirre y Alicia Steimberg, tres escritores que también son traductores, para hablar del oficio, de lo que ocurre a una y otra orilla del Atlántico y de los avatares del mercado local.

Las malas lenguas

Las mutaciones radicales padecidas por la industria editorial argentina, que incluyen el traspaso de las firmas nativas más tradicionales y prestigiosas a manos de corporaciones multinacionales, ha afectado no sólo al desarrollo de la literatura local sino también a la traducción local de literaturas foráneas. El arte de la traducción atraviesa en nuestro país una crisis que afecta tanto al reconocimiento profesional como a la invasión lingüística que supone el fuerte desembarco de versiones ibéricas plagadas de localismos ajenos a la tradición rioplatense.

–¿En qué medida las nuevas pautas del mercado afectan a la traducción literaria?
–Marcelo Cohen: La traducción es inherente al desarrollo de las literaturas. A partir de Roma no existen textos locales que no se hayan gestado por el concurso de la traducción, de la apropiación de otras literaturas, tanto para asimilarlas, contradecirlas o continuarlas. La educación de los jóvenes romanos se basó en traducciones de los griegos, el movimiento renacentista tampoco se entiende sin los textos griegos, que curiosamente llegan a través de la cultura árabe; incluso la cultura isabelina está tomada de autores latinos. Esto ha ocurrido en todos los períodos y en todas las culturas, salvo en el mundo de habla hispana donde la traducción ha corrido un raro destino porque, en lugar de apropiarse de textos ajenos para el enriquecimiento propio, han sido más bien remisos al intercambio con Europa. En América, en lugar de nutrirse, los españoles también convirtieron su lengua en otro elemento de expansión imperial.

–Lo mismo ocurre ahora, parece.
–M.C.: Por razones de mercado se sigue traduciendo desde allí con muy poca atención a las variedades dialectales locales, cosa bastante catastrófica si se entiende la traducción como un modo de completar la propia identidad a través de la presencia del otro.

–¿Es posible zanjar en algo esta cuestión?
–Alicia Steimberg: Si el traductor intenta utilizar la menor cantidad de localismos posibles, esas traducciones van a ser potables, pero siempre va a haber cosas molestas porque no existe ese tal idioma neutro; eso no es más que el ardid de una convención que pretende avalarse por alguna autoridad como lo es, digamos, el Diccionario de la lengua de la Real Academia. Y ahí, entonces, uno debe poner falda por pollera o grifo por canilla.

–Sylvia Iparraguirre: Las distinciones son muy grandes entre nuestro rioplatense y el español peninsular, y no sólo porque difieran los modismos o los neologismos sino porque los españoles usan un mayor caudal de vocablos; nosotros somos más parcos. Cuando se intenta que ese mosaico lingüístico innegable, que es precisamente la riqueza del español, quede homogeneizado, termina dando una cosa híbrida. Esta es una brecha que va a perdurar siempre.

–¿Qué cosas singularizan a la traducción argentina actual?
–M.C.: Que hay una gran cantidad de escritores traduciendo más que nunca por amor al arte, porque apropiarse de los textos los ayuda a continuar con la elaboración de sus propias estéticas. Y en ese sentido puede que sea fértil para la literatura, pero perjudicial para el desarrollo de la profesión.

–¿E históricamente?
–S.I.: México y Buenos Aires han sido siempre dos focos muy importantes. Acá ha habido traductores de excelente nivel que han hecho escuela como José Bianco o Enrique Pezzoni, quien produjo una traducción de Moby Dick memorable.

–M.C.: En México es indudable la influencia de Octavio Paz, con todo su amor por el surrealismo, las vanguardias o el orientalismo; en Argentina,las dos corrientes centrales del pensamiento literario han sido Borges y la teoría francesa: no nos vendría nada mal un poco de anglosajonismo.

–Piglia sostiene que Las palmeras salvajes de Faulkner es mejor en la traducción de Borges. ¿Es posible que un traductor mejore un texto?
–S.I.: No sé si es tan así, pero leer esa traducción de Borges tiene un valor agregado. Aparece, por ejemplo, “repechar la ribera”, que es un criollismo, pero que va perfectamente con Faulkner porque lo que se está tratando ahí es un tema rural, gente de campo con sus modismos; entonces no hay una discordancia. Ahora, bien: éste y otros criollismos que tan naturalmente se insertan en ese trabajo de Borges no siempre son afortunados en otros. Yo creo que hay autores que se toman una confianza excesiva con el otro texto al punto de atropellarlo.

–A.S.: Es cierto, hay una sensibilidad evidente que exige la traducción. Yo recuerdo un cuento norteamericano que tenía mucho slang y el traductor decidió adaptarlo al lunfardo. Quedó todo desvirtuado porque el protagonista ya no era un neoyorquino sino un porteño. Son casos difíciles porque proponen dos posibilidades: o se sustituye el argot original por el del nuevo idioma y entonces pierde identidad; o se lo traduce de una manera neutra y entonces termina siendo nada.

–¿Existe la posibilidad de encontrarse con textos que resulten intraducibles?
–S.I.: Si se parte de que la lengua es un modo de organizar la realidad, entre las lenguas occidentales, aunque con ciertos corrimientos, hay una similitud; incluso las romances hasta podrían calcarse y apenas se verían algunos desfasajes en los bordes. Ahora, cuando uno se enfrenta con lenguas que no provienen de la tradición racional aristotélica, como por ejemplo las amerindias, percibe una forma de organizar la realidad de muy difícil traducción, sobre todo aquellas que carecen de adverbios de tiempo y de espacio.

–A.S.: O para ir a un ejemplo personal más prosaico, recuerdo que cuando traduje un libro de Lorrie More me encontré con un cuento realmente intraducible. Se llamaba “Charadas” y era efectivamente eso: juegos de palabras a los que era imposible encontrarles un equivalente. Propuse entonces dejarlo afuera del libro porque en la versión castellana, al estar repleto de notas al pie, iba a perder toda gracia. Pero por contrato no se podía; así que quedó con todas esas molestas notas. No sé realmente a quién le puede interesar.

–M.C.: Sí, yo soy enemigo de las notas al pie. Si un juego de palabras es intraducible, prefiero desplegarlo en dos líneas mediante una perífrasis y que quede incorporado al texto. Porque la nota al pie interrumpe la lectura y tampoco recupera la gracia del chiste. Entonces prefiero preservar la continuidad de la lectura.

–Ya que traducir es un modo de recrear, ¿ser escritor favorece la labor?
–S.I.: Es relativo; tal vez un traductor profesional tenga un manejo de la lengua, pero no del registro poético de esa lengua. Inversamente, puede que un autor esté fascinado con un texto, pero no tenga los elementos gramaticales necesarios.

–M.C.: Al ser escritor uno afronta una suerte de ambigüedad y tirantez entre la servidumbre y la grandiosa entrega, pero también la posibilidad de trascender las técnicas con el desarrollo de una intuición. Esto es muy claro en la poesía, donde –valga la cacofonía– lo inteligible es indiscernible de lo sensible, o ante un juego de palabras, que es un acontecimiento verbal único.

–A.S.: Yo he leído muy buenas traducciones por profesionales que no son escritores; lo que probaría que probablemente haya detrás un escritor no florecido aún. Y es cierto que ese acto de recreación es indudable y notorio en la poesía, pero con la prosa quizá tampoco importe tanto la literalidad como lograr un clima.

–¿Qué ocurre ante los clásicos, donde además de una traducción de lengua hay que sumarle la traducción en el tiempo?
–M.C.: En realidad nosotros leemos a Góngora o al Arcipestre de Hita ya traducidos en ese sentido: en un mismo idioma y de un período a otro. Pero es relativo, hay algunos traductores que al abordar un clásico buscan un sonido, una retórica, un léxico y una sintaxis lo más parecidos posible al castellano de tal época, y otros que buscan modos más contemporáneos, aunque siempre procurando que el lector no pierda la referencia temporal, que no deje de sentir la sensación de estar, digamos, en una taberna del siglo XVII o un castillo medieval.

–S.I.: Un buen ejemplo sería la afortunadísima actualización del lenguaje arcaico al actual hecha por John Steinbeck con Los caballeros de la tabla redonda, una obra que escribió Mallory hacia fines del cuatrocientos. Creo que fue un buen homenaje actualizar para las nuevas generaciones norteamericanas una lengua tan anquilosada, tan plagada de modismos en desuso; y a la vez una forma de revivir a esos personajes de un modo más próximo a nosotros.

–¿Cómo es considerada hoy la tarea del traductor en el medio?
–A.S.: En el medio local es decididamente poco reconocida. En los Estados Unidos, en cambio, el nombre del traductor está siempre en la portada del libro y casi del mismo tamaño que el autor. Acá, a veces, ni se lo menciona.

–M.C.: Sí, y a esto contribuye el delito económico de la piratería por parte de la editoriales y el delito ético del crítico que omite palabras sobre la traducción por falta de conocimiento o de acceso al original, al punto de que en las fichas técnicas de algunos suplementos literarios ni siquiera figura el traductor.

–¿Qué es la traducción?
–S.I.: Un desafío del lenguaje.

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