lunes, 21 de septiembre de 2009

Cuarenta años reclamando casi lo mismo


En septiembre de 1969, la Comisión de Traducciones del P.E.N American Center redactó en Nueva York un “Manifiesto sobre la Traducción”, que se constituiría en el documento básico sobre el que se organizaron los debates de la Conferencia sobre Traducción Literaria, que tuvo lugar en esa misma ciudad un año después.
El fragmento que se reproduce a continuación –recogido en el número especial de la revista Sur (338-339, de enero-diciembre de 1976)–, seleccionado por su pertinencia y actualidad, habla a las claras de lo poco que se ha avanzado y lo mucho que se ha retrocedido en la discusión sobre los deberes y derechos de los traductores en el mundo entero a lo largo de los últimos cuarenta años.

Manifiesto sobre la Traducción

Un llamado a la acción
Ha llegado el momento de que los traductores asuman una posición y convengan en una vía de acción compartida. Por demasiado tiempo han sido los entenados en la mágica foresta de la literatura. Sus nombres son habitualmente olvidados, sustrabajos reciben una remuneración absurdamente insuficiente y sus servicios, por muy diestra que sea la ejecución, son considerados con el respeto un tanto distante y desdeñoso que anteriormente se reservaba para las criadas más jóvenes.

Nuestra cultura y, por cierto, toda cultura echan sus raíces plenamente en la traducción, y el traductor es el vehículo no reconocido por cuyo intermedio las civilizaciones se configuran. En los países de habla inglesa, no se hubiera podido tener la Biblia sin Tyndale, Proust sin Scout-Moncrieff, The Tale of Genji sin Arthur Waley. La mayoría de cuanto conocemos acerca del pasado llegó a nosotros a través de la traducción y gran parte de nuestro futuro dependerá inevitablemente de este mismo recurso. Somos herederos de todas las culturas del pasado exclusivamente porque los traductores las han hecho accesibles y sin el traductor, este entenado, nos sentiríamos perdidos.

Con demasiada frecuencia el traductor es desechado como si sólo fuera un artificio mecánico útil para convertir una lengua en otra. Puesto que a menudo es pobre, se supone que ingresó en su pobreza honorablemente; y su nombre, si acaso llega a difundirse, aparece habitualmente en tipografía pequeña, de acuerdo con su reputación de humildad. Los reseñadores rara vez dan noticia de su existencia. Los editores con poca frecuencia le otorgan en sus anuncios la más mínima atención. Puesto que el reseñador es la única guía de que dispone el pública acerca de la calidad que posee una traducción y puesto que el editor es el único que puede conferir prominencia al nombre del traductor, éste permanece generalmente en el anonimato y la calidad de su labor es ignorada. En consecuencia, el traductor se halla las más de las veces en una penumbrosa tierra de nadie en la que difícilmente es posible distinguirlo de las sombras.

¿Quién conoce el nombre de los traductores? ¿A quién le importa? No obstante, tales nombres merecen ser conocidos y es necesario que les prestemos atención. Es absurdo que queden relegados a su tierra de nadie propia y privada, sin ningún tribunal de apelaciones y sin ningún medio que los provea de los acostumbrados beneficios que se reservan para los autores. Son los proletarios de la literatura y nada pueden perder, salvo su condición dependiente.

Las obligaciones del traductor son bien conocidas. Desde la época en que aparecieron los primeros representantes de la profesión, siempre admitieron que su tarea era proveer de una versión fiel de las obras que traducían. Saben que no basta con trasladar puntualmente el contenido de estos originales: deben emplear todas sus dotes imaginativas y todos sus recursos para proporcionar versiones que reflejen los ritmos, los efectos sonoros, las estructuras y los rasgos estilísticos del original. Una oración japonesa, por ejemplo debe ser minuciosamente examinada, analizada en sus partes constitutivas y luego reelaborada, antes de que pueda ser enunciada en la lengua a que se traduce; y lo que corresponde a los textos japoneses es igualmente válido para todas las lenguas orientales y, en grado menor, para todas las lenguas europeas modernas. La traducción, por lo tanto, es reconstrucción y recreación, un acto creativo de inmensa dificultad y complejidad. Un traductor se puede pasar horas desentrañando y reelaborando un solo párrafo. Debe de algún modo sugerir el ritmo y la estructura del original y tiene que escribir en un estilo que comunique el estilo del texto en su propia lengua. Debe poseer un conocimiento profundo y vasto de ambas lenguas. El autor del original tiene mejor suerte: únicamente necesita conocer una sola lengua.

Lo ideal es solicitar que los mejores escritores hagan traducciones, y todo buen escritor en uno u otro modo debiera asumir la carga de traducir. Rilke tradujo a Paul Valéry, Baudelaire tradujo a Edgar Allan Poe, Dostoievski tradujo a Balzac; pero tan felices conjunciones son muy poco frecuentes. En nuestra época, grandes obras literarias fueron traducidas, las más de las veces, por escritores que carecían de un adecuado dominio de su propia lengua, pero en conjunto el nivel del as versiones ha sido más elevado del que hubiéramos tenido derecho a esperar en las condiciones imperantes. Es obvio que hay razones para que los buenos escritores a menudo rehusen embarcarse en esta tarea: las retribuciones son escasas, el trabajo es arduo, el tiempo puede ser aprovechado con mayor beneficio. No obstante, el término medio de las traducciones mejora de año en año y cada vez hay mayor número de traductores consagrados.

Los deberes de un traductor son bien conocidos, pero sus derechos nunca fueron enunciados convenientemente. La Comisión de Traducciones del P.E.N. American Center considera que ha llegado el momento de revertir la situación. La Carta de Derechos de los traductores ha quedado muy postergada y se proyecta convocar a una Conferencia sobre Traducción para establecer tales derechos, en la primavera de 1970.

Los derechos de los traductores
Entre los asuntos que se debatirán se cuentan los siguientes:

a)El traductor tiene el derecho de seguir percibiendo beneficios mientras la traducción siga en venta. Quien la realizó es parte inseparable de la traducción. Aunque la retribución sea muy escasa, pues alcanza apenas al 2%, tal convenio es necesario con el propósito de garantizar que el autor de la versión siga conservando sus derechos. (Esta retribución no debe deducrise de la que percibe el autor del original.) Sin este trato, el traductor se convierte en un mero peón del juego que es sacrificado tan pronto como ha cumplido a juicio del editor su obligación elemental. Un traductor no merece ser tratado como un mero peón.

b)Un contrato tipo en preparación, que convenga a editores, autores y traductores.

c)El nombre de los traductores debe aparecer siempre en la portada del libro y en el material de difusión distribuido por el editor. No es posible insistir en un determinado tamaño para el nombre del traductor incluido en la portada, pero en general debiera ser dos tercios del tamaño en que aparece el nombre del autor original. El nombre del traductor debe asimismo incluirse en la cubierta.

d)En general, el traductor debe conservar una escala de beneficios por su propio trabajo que sea proporcional a la que se asigna al autor original.

e)Adelantos a los traductores basados en retribuciones fijas por cada mil palabras (…) resultan claramente impracticables en el caso de obras imaginativas de ficción sumamente elaboradas, y una nueva base de estimación se requiere. Resultaría absurdo pagar a un traductor de Thomas Mann o de Paul Valéry la misma tarifa que al traductor de cualquier novela de éxito ocasional, pero de hecho los traductores son remunerados de acuerdo con el número de palabras y no de acuerdo con las dificultades inherentes a la tarea.

f)Los traductores afrontan continuamente la necesidad de adquirir diciconarios especializados, por lo que se sugiere que, además de los adelantos y beneficios, se les otorgue una retribución cubra el costo de tales diccionarios.

g)Las traducciones realizadas en Inglaterra (el lector podrá aquí poner América latina) se han publicado en los Estados Unidos (el lector podrá imaginar acá España) sólo al cabo de revisiones en gran escala, sin mencionar los nombres de los traductores responsables de las revisiones. Esto es implícitamente deshonesto con el lector, el cual no cuenta con información acerca de quién fue en definitiva responsable de la traducción.

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